miércoles, 21 de febrero de 2007

7. El Proceso de democratizacion del siglo 20 chileno: Contexto de mayor protagonismo ético

Para algunos autores, el siglo veinte chileno ha sido de paz, estabilidad institucional, apertura creciente del sistema político y modernización social con un desarrollo económico considerable.[1] Chile vive, en este siglo, un proceso paulatino de democratización que, por diversos motivos, hace crisis en 1973.

No obstante, a juicio de esos autores, el siglo nace en un ambiente de sentimiento de crisis por el agotamiento de un sistema político y de un estilo de vida que se mostraban inadecuados para enfrentar los desafíos que se presentaban los nuevo tiempos. “El régimen parlamentario, la estructura social, el sistema económico, el papel del Estado...en fin, todo el mundo oficial demostraba su desajuste con una realidad que estaba cambiando radicalmente”. Al mismo tiempo se producía el despertar de nuevos sectores sociales: una creciente clase media que con el correr del tiempo adquiriría conciencia de clase y un proletariado que iniciaba su organización. Ambos chocaban en sus aspiraciones con las barreras infranqueables del sistema vigente. De allí que cundiera un sentimiento antioligárquico compartido por las nuevas generaciones que, desde la arena política e intelectual, se convirtieron en los principales críticos de la clases social dirigente, del régimen político y del sistema económico”[2]

A nivel político, el comienzo del siglo se caracteriza por el fin del llamado parlamentarismo. A juicio de Gonzalo Izquierdo, “la implantación del sistema parlamentario durante los años que van entre 1891 y 1925, fue consecuencia del predominio del liberalismo entre los grupos que decidían el quehacer en todos los planos de la vida nacional”[3] Se fue implantando como reacción a las tradicionales y excesivas atribuciones del Jefe de Estado que emanaban de la Constitución presidencialista de 1833. “pero la consolidación del sistema parlamentario fue, en buena medida, una consecuencia de la actitud política del presidente Balmaceda, quien desconoció, en esta materia, tanto la tendencia de la época como los principios que anteriormente defendiera con tanta vehemencia, emprendiendo ahora la defensa del autoritarismo presidencial”.[4] Pero al parecer, el abuso de ciertos procedimientos hizo fracasar la experiencia parlamentaria.[5]

El tiempo posterior es bastante conocido. Después de la implantación de la Constitución de 1925, particularmente a mediados de siglo, en un contexto internacional de guerra fría, ideologías absolutizantes se alternan el poder. En 1973 un golpe de Estado lleva a una profunda transformación de la sociedad. Después de un tiempo que aún hoy se discute ampliamente, el sistema democrático se recupera en el año 1990. Una coalición llamada Concertación de Partidos por la Democracia asume el poder hasta el momento presente, continuando y consolidando una realidad que hace pensar en un país con nuevos desafíos en una cultura post moderna. Nuestra sociedad, cultura, democracia, comienzan a adquirir nuevas notas que tienen que ver con la posibilidad de un mundo que emerge distinto, más diverso, más pluralista y por eso, probablemente, más ético.

[1] VV.AA. Chile en el siglo XX Editorial Plantea, Santiago de chile, 1990. En adelante Chile en el siglo XX.
[2] Chile en el siglo XX (19-21).
[3] Gonzalo Izquierdo Historia de Chile Tomo tercero, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1990. (11). En adelante Historia de Chile.
[4] Historia de Chile ( 11).
[5] “el poder presidencial había disminuido considerablemente como consecuencia de las reformas que se habían hecho a la constitución de 1833. Sin embargo, más allá de esas reformas, el sistema parlamentario se basó en algunas prácticas políticas que el Congreso utilizó en su favor y que fueron las que efectivamente le permitieron controlar el poder. Una de ellas fue la facultad que el Parlamento tenía para derribar al gabinete a través de interpelaciones que obligaban a los ministros a concurrir al Congreso para desvirtuar cargos en su contra, votos de desconfianza y censuras que provocaban su caída. Otra fue la facultad para retardar las leyes periódicas que aprobaban el presupuesto, las contribuciones y algunas leyes referentes a las Fuerzas Armadas. También fue un mecanismo típico del sistema, la obstrucción parlamentaria usada frecuentemente por las minorías que, al no existir clausura del debate, lo prolongaban indefinidamente con tal de impedir la aprobación de una ley. El abuso de estos procedimientos entorpeció enormemente la tarea legislativa, produjo una constante rotativa ministerial y significó un freno para el desarrollo de las políticas de gobierno.” Chile en el siglo XX Pág. 31. Ver también Historia de Chile Págs 11-15. Al respecto resulta dramática la descripción que hace de este período Mario Góngora en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Editorial Universitaria 1998, Santiago de Chile. Ver el capítulo “la república aristocrática y la autocrítica de Chile” , (107-159), donde hace un interesante estudio de la bibliografía sobre le época. A su juicio dicha época constituye la negación del Estado portaliano, un estado de decadencia y crisis.

martes, 20 de febrero de 2007

6. ¿La moral es social o política solo por el origen de las normas?


Es una importante pregunta que se hace José Luis Aranguren. La respuesta es clara. La moral no es solamente social por el origen de las normas sin también por el origen de la conciencia moral.

Vivimos una cultura más bien individualista, muy distinta a la que vivieron, por ejemplo, lo griegos de la Grecia clásica. La moral a la que apela Antígona no está fundada en la conciencia ética, en su fuero interno, en lo que le dicta, como podríamos decir también, su propio corazón, su interioridad. La apelación de Antígona es a una norma superior dictada por los dioses, a la que debe someterse también el accionar político de Creonte.

Hoy en cambio, ante un dilema como éste, experimentado tantas veces en el siglo veinte ( es cosa de recordar las dictaduras militares en América Latina sostenidas en gran parte a través de las política violatorias a los Derechos Humanos), apelamos a una norma que está al interior de nosotros mismos. Se trata del fuero interno y la hemos llamado Conciencia Ética. Es tan así que hasta la moral católica la defiende afirmando que es en este mundo interior donde el mismo Dios habita, convirtiéndolo en un verdadero sagrario. El Concilio Vaticano Segundo fue claro y explícito al respecto. Dicha conciencia es un verdadero tribunal para dirimir lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo inconveniente, en definitiva lo que nos humaniza de lo que nos deshumaniza, lo que nos moraliza de lo que nos desmoraliza.

Pero, como dice Aranguren, “el tribunal de la conciencia es, `sicogenéticamente, la interiorización del tribunal moral de la comunidad, cuyo ‘juicio’ tenía lugar ante la polis, en las reuniones del pueblo, en el campo de batalla e, indirectamente, en el teatro, mediante aplicación de preceptos de origen religioso-tradicional”.[1]

Por lo tanto el origen del primado de la conciencia ética es también social e incluso política. Ya hay antecedentes en la vida de los griegos, particularmente Sócrates y los estoicos, pero es hoy, en nuestra época moderna cuando esta moral de la conciencia se muestra en toda su pureza individualista e interiorizante.

Volviendo a algo tratado en una reflexión anterior, podemos afirmar que si la conciencia moral constituye nuestro fuero interno, la pregunta es cómo éste se forma, cómo se construye, cómo se desarrolla. Si es fuero interno es otra manera de hablar del ser humano en cuanto interioridad. Pero este ser humano es, en gran medida, hecho por la misma sociedad. Por lo tanto la apelación a la conciencia como norma interiorizada no es otra cosa que la apelación a algo que se ha ido construyendo sobre la base de la asimilación de lo que social y culturalmente somos. No en vano somos, en gran medida, lo que nuestro medio y contexto es.

La moral es, como el ser humano, mucho más social de lo que a simple vista parece ser.


[1] Aranguren Ética y Política (21)

5. ¿Es posible hablar de una ética social o política?: a la luz del maestro Aranguren.



En realidad cuando hablamos de ética, estamos hablando de algo fundamentalmente personal. Es la persona la que en definitiva tiene que tomar las decisiones respecto a tantas o pocas alternativas que van apareciendo en la vida, en su historia, en su propia contingencia.

Para tomar dichas decisiones, para elegir, para optar, la persona, cada uno de nosotros en su calidad de individuo dotado de suficiente libertad, se regirá por normas de comportamiento. Si bien estas normas o modelos están fuera de nosotros, es cada uno quien libremente los asume, acepta y decide en definitiva regirse por ellos. Esto es condición para que la decisión que en definitiva hacemos, sean éticas o morales. La eticidad de un acto requiere las notas de libertad y responsabilidad personal. Y para ello la decisión y la aceptación de los códigos éticos deben pasar por el tribunal de la conciencia personal.

Lo anterior suena bien. En el fondo aparece un planteamiento que concibe la realidad como un campo de ofertas disponibles para que la personas, individualmente considerada, tome las decisiones a la luz de lo que dicta su conciencia que no es otra cosa que su mismo fuero interno. Pero, ¿es todo tan así de simple?

La afirmación de José Luis Aranguren es tajante: “esto es verdad, pero no toda la verdad”[1]. En esta afirmación está el mismo fundamento de la Ética social y política.

Aranguren plantea que las normas o modelos de conducta tienen su origen en el dato de la misma realidad social Si bien es posible fundar y refundar la moral renovando cada uno los mismos códigos que nos rigen, lo más probable es elegir, de manera mas o menos personal, entre “pautas” previamente dadas.[2] Esto significa que las personas, de alguna manera, somos seres socio culturalmente condicionados en nuestras conductas. Si bien cada uno se hace a si mismo, es también verdad que la sociedad nos construye.

¿Es posible hablar de ética social o política? A la luz de Aranguren, pero también iluminados por nuestra propia experiencia personal de seres que pensamos, sentimos, vivimos, etc., de acuerdo a lo que somos, en una historia y contexto determinados, podemos afirmar que sí es posible. De ahí la importancia, es decir que no da lo mismo como sea, del tipo de sociedad que construimos a través de las grandes y pequeñas decisiones que permite el uso del Poder Político.

[1] Aranguren, José Luis. Ética y Política. Biblioteca Nueva, Madrid 1996 (20)
[2] Ibid,

4. La Política según Weber: ¿de qué estamos hablando?


Como dice Max Weber, cuando hablamos de política podemos entender varias cosas: la política de un padre hacia su familia y sus hijos, la política de una organización social que decide proyectarse hacia su medio, la política de una organización sindical como ocurrió estos días en Santiago de Chile, con algunos trabajadores del Transantiago que quisieron ir a huelga, e incluso la política de una astuta mujer que quiere dominar a su marido. Pero no son estas experiencias que nos sirven mucho de base para nuestra reflexión que desea relacionar política con ética. “Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado”[1]

Weber relaciona este concepto de asociación política con el recurso legítimo a la violencia, para anotar lo propio, es decir, la naturaleza misma del Estado. En este sentido vincula el concepto de Poder Político con el de Violencia Legítima.

Dicho autor se pregunta “qué es, desde el punto de vista de la consideración sociológica, una asociación política? Y afirma que lo único que caracteriza al Estado es la posesión de la violencia física. Si esto no fuera así, habría anarquía, algo así como lo que Hobbes explicitó con su frase “el hombre es el lobo del hombre” planteando el estado salvaje original donde todos están contra todos. “La violencia - dice Weber - no es, naturalmente, ni el medio normal ni el único medio de que se vale el Estado, pero sí su medio específico”[2]. Siendo el Estado el único poseedor del monopolio legítimo de la violencia, se afirma que todo uso de la misma tiene como fuente al mismo Estado.

Qué puede asociar el ser humano a la violencia. Ciertamente lo primero que asociamos ante esta mínima idea es la dominación. Es la experiencia, por ejemplo, del uso de la violencia de un torturador ante una víctima; es la experiencia también de la violencia intrafamiliar de un esposo ante tu señora, o de un padre o madre ante sus hijos, por naturaleza más indefensos; es también la violencia de un pedófilo ante su víctima o de un profesor o maestro frente a sus alumnos. Ciertamente es la violencia de un dictador ante los miembros de una sociedad o de un patrón frente a sus empleados. En todos los casos de uso y abuso de violencia nos encontramos con el fenómeno de la dominación, donde uno aparece fuerte y con poder sobre el otro, y éste débil y solamente en condiciones de obedecer.

Pero cuando Weber habla del Estado en relación a la violencia y la dominación, indica que se trata de una violencia legítima. “El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir la que es vista como tal).

Por lo tanto la Política, según Weber, estará directamente relacionada con el ejercicio exclusivo, o al menos la posibilidad del éste, de la violencia considerada legítima en su uso por parte del Estado.

[1] Weber Max. El Política y el Científico Ed. Libertador, B. Aires. 2005. (11)
[2] Ibid (12)

lunes, 19 de febrero de 2007

3. El discurso ético-político se sitúa en el proceso de creciente modernidad: la razón quiere primar.

Decir una palabra ética sobre nuestro quehacer político, sobre nuestra vida en sociedad, sobre las decisiones que surgen desde el poder o que pretenden influir en él, lleva necesariamente a mirar la realidad en la cual actuamos y que, querámoslo o no, nos marca, nos influye, nos condiciona y quizá, en algún grado, hasta puede determinarnos. Es imprescindible, por lo tanto, mirar nuestro contexto. Para hacerlo necesitamos categorías. Pero, dé dónde surgen dichas categorías. Para tal efecto nos reconocemos herederos de lo que ha marcado, desde hace algunos siglos, nuestra manera de mirar la realidad. Porque lo hacemos con el fin de actuar sobre ella y, de alguna forma, influir en el desarrollo de los acontecimientos. Somos herederos de la tradición de la modernidad que nos ilusiona acerca de nuestra capacidad de ser protagonistas.

En el año 1784 apreció un ensayo del filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) que respondía a la siguiente pregunta: ¿Qué es la Ilustración? Respondía así: La Ilustración “es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otros. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¿Sapere aude! ¿Ten el valor de servirte de tu propia razón!:he aquí el lema de la Ilustración”.[1]

El proceso había sido largo. Los griegos, de alguna manera se habían anticipado, pero la búsqueda del hombre a través de las preguntas fundamentales recurriendo a fuerzas mágicas y externas había primado en la historia. El desarrollo de la vida humana hasta el inicio de la llamada Modernidad, se había dado bajo la hegemonía del pensamiento religioso que, a nivel de las grandes masas, se integraba con elementos mágicos y de creencias ancestrales. De esa manera buscaban respuestas a tanta búsqueda consciente o inconsciente acerca del sentido de la vida, del sufrimiento y del fracaso.

Ahora, en el siglo XVIII por fin, según Kant, el hombre se había liberado. La razón quiere ser lo central, puede primar rescatando la racionalidad del ser humano como un dato fundamental. En efecto, el hombre siempre ha buscado responder a su inquietud por el conocimiento de la realidad. Por fin, al parecer, podría hacerlo por sí mismo, rescatando su propia racionalidad como un dato por excelencia. La razón se convertía en el medio privilegiado para conocer y comprender la compleja realidad. De ahí que surgiera un poderoso movimiento intelectual que transformará el pensamiento, la conducta y las costumbres de los seres humanos. El siglo XVIII será el siglo de la Ilustración.

El siglo de la luces, como también se le llama, al considerar a la razón como una verdadera luz que ilumina el caminar del ser humano, sería testigo de cambios profundos. La revolución Francesa constituirá el hito fundamental, la muestra más concreta de estos cambios. De ahora en adelante, el mundo será otro. La economía cambiará, la política será diferente, la cultura dará otro significado a la vida del hombre. La religión, que había tenido el primado hasta ahora, padecerá fuertes cuestionamientos.

De ahí la aparición del Despotismo Ilustrado que se convierte en la concreción de la doctrina del siglo XVIII. “Como dice Albert Sorel en una fórmula que resume admirablemente la doctrina del siglo: Toda la política de los filósofos se reduce a poner la omnipotencia del Estado al servicio de la infalibilidad de la razón, a hacer… de la razón pura una nueva razón de Estado”.[2]. Más adelante, aunque no será hasta 1814 de manera definitiva, la irrupción de las ideas liberales se manifestará a través de importantes movimientos que significarán el alejamiento de las monarquías y la aparición de la democracia representativa. Según Ricardo Krebs, “las ideas liberales prendieron ante todo entre la burguesía, los intelectuales y los estudiantes universitarios… En el año 1812 las Cortes españolas reunidas en Cádiz habían proclamado una constitución que se basaba en el principio de la soberanía popular. El rey Fernando VII, al volver en el año 1814 del exilio a que lo había mantenido encerrado Napoleón, abolió la constitución de Cádiz y restableció el régimen absoluto. En el año 1820 se levantaron los liberales, exigieron la eliminación de los privilegios de la nobleza y la secularización de los bienes de la Iglesia y obligaron al monarca a restablecer la constitución”.[3]

En América española eso tiene una gran repercusión. El movimiento emancipador a partir de las ideas liberales y aprovechando los hechos del secuestro del Rey de España. Poco a poco los países latinoamericanos ganaban, con un importante costo en vidas humanas, la libertad política y podían buscar sus propias formas de gobierno.

La historia que continúa responde a al viejo dicho “otra cosa es con guitarra”. Chile, al igual que los otros países latinoamericanos tendrá que hacerse cargo de su devenir. No obstante, el caso chileno pasa a ser un fenómeno diferente al de los países hermanos. Dos notas lo caracterizarán: su estabilidad política y el predominio de la razón para la elaboración de su proyecto de país.
El siglo XIX será de búsqueda dentro de la estabilidad. Éste terminará con el inicio de un proceso que llevará a las capas medias de la sociedad a un mayor protagonismo social y con el germen de un no despreciable movimiento popular. Este proceso tendrá su auge en la segunda mitad del siglo XX. La acción política, que busca cambios, comenzará a adquirir un sentido nuevo para grandes sectores hasta ese momento más bien excluidos del ejercicio del protagonismo.

[1] Sobre esto es interesante leer a Ricardo Krebs. Breve Historia Universal Editorial Universitaria 2004 (309 ss)Historia de las ideas políticas Prelot Marcel, Lescuyer Georges, La ley 1986 (247).
[2] Prelot Marcel, Lescuyer Georges Historia de las ideas políticas La Ley S.A. Buenos Aires 1986 Ibid
[3] Krebs, Ricardo. Op. Cit. (366).

2: Cómo enfrentar el tema de la relación entre ética y política y nuestra perspectiva ética.


La manera de enfrentar la relación entre ética y política no es algo sin importancia. El orden de los factores aquí puede alterar el resultado. Una posibilidad es comenzar a tratar el tema ético, particularmente lo que éste significa y cómo desarrollarlo como discurso. Después de hacerlo, enfrentamos de manera similar el fenómeno político y las categorías fundamentales para poder comprenderlo. Una vez las dos cosas realizadas intentamos la relación entre ambas.

Otra posibilidad es seguir el camino inverso, es decir adentrarnos en el tema del fenómeno político para luego acercarnos a la realidad del fenómeno ético. De esa manera establecemos la relación entre ambas. Hacerlo de cualquiera de las dos maneras no da lo mismo. En la primera opción, de alguna forma comenzamos por el camino de la filosofía para luego entrar en la mediación sociopolítica. La postura ética que asumamos ciertamente condicionará el resultado.

Si partimos, por ejemplo, de los principios para luego aplicarlos a la realidad política nos encontraremos con una relación muy diferente a si partimos por la realidad para relacionarla con la problemática ética. No es un mero problema metodológico. Detrás de ellos hay también una opción ideológica de la cual ninguno de nosotros se escapa. Lo importante, en gran parte, es estar consciente de ello pues en toda opción hay aciertos y limitaciones.

En todo caso, nos parece que ninguna de las dos opciones señaladas es la más conveniente. Por ello preferimos ir relacionando problemáticas de ambas naturalezas: ética y política, política y ética, para finalmente concluir una opción de cómo creemos o enfrentamos la relación entre estos dos mundos que muchas veces aparecen tan distantes pero que constituyen dimensiones ineludibles de la realidad humana, a menudo tan tangibles como nuestro cuerpo y otras tan misteriosas como lo que comúnmente llamamos nuestra alma. Con todo, por algo hay que comenzar. Y me parece que, asumiendo probables críticas que pueden postular la supremacía de la llamada ciencia moral sobre las disciplinas sociales, es más conveniente, al menos metodológicamente, tocar primero el tema de la realidad que vivimos a diario, contingencia que intentaremos finalmente iluminar y cualificar con una mirada ética que, adelantando nuestra postura, intentamos llevarla de condiciones menos humanas a condiciones más humanas, en un proceso de humanización y hominización.

¿Por qué empezar así?

La respuesta a esta pregunta está dada por nuestra perspectiva ética. Y aquí ya somos fieles a lo dicho antes: comenzamos por lo sociopolítico pero al mismo tiempo ya hablamos de lo ético. Y esta dimensión que tiene que ver con lo valorativo intentará iluminar la realidad de lo político para valorarla y mejorarla. Pero para ello requerimos justamente indagar, conocer, desentrañar, la madeja-realidad que llamamos normalmente política. Esta realidad la valoraremos desde una perspectiva ética que llamamos de discernimiento. Ya hablaremos más detenidamente lo que esto significa. Es decir, intentaremos hacer discernimiento ético-político para iluminar posibles caminos que lleven a dicha realidad a condiciones más humanizadoras. En la línea del capítulo introductorio, llevarla a condiciones que permitan al ser humano inserto en una sociedad concreta, a través del uso o influencia del poder político, vivir más protagónicamente su vida personal, comunitaria y colectiva en una realidad cada vez más plural y diversa.

domingo, 18 de febrero de 2007

1. Introducción para una perspectiva ética

MORAL EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA Y DIVERSA:
UN INTENTO DE RELACIÓN ENTRE ÉTICA Y POLÍTICA

Andrés Soto Sandoval

Introducción para una perspectiva ética

La importancia de ser protagonistas.


"He descubierto que soy persona, que tengo dignidad..." afirmaba un adulto-joven, hace poco tiempo, luego de haber vivido todo un proceso de formación y capacitación. Era un hombre del mundo popular, hasta el momento marginado del sistema formado por lo que pueden acceder a los bienes y servicios que a la vista se ofrecen a todos. Al pedirle que ahondara en la expresión de su experiencia, manifestó que su descubrimiento apuntaba a sentirse más dueño de su vida, con más autonomía y capacidad para ejercerla; en definitiva, se sentía más persona.

Hace algún tiempo, un grupo de jóvenes creó, bajo la orientación y dirección de INFOCAP, el Instituto de formación y Capacitación Laboral en la ciudad de Santiago, una iniciativa que hoy recibe el nombre de “Un techo para Chile”. Estos jóvenes miraron la realidad y vieron en ellos una consecuencia del drama de la pobreza. Muchas familias no tenían un lugar mínimamente digno para vivir. De ahí que decidieran capacitarse para ayudar a construir pequeñas casitas que posibilitaran a muchos pobladores una vida de mayor calidad. La experiencia de estos jóvenes les significó vivir el protagonismo y de esa manera la actuación de su identidad de ser hombres y mujeres; la autonomía en su expresión más rica, el ejercicio de su dignidad en definitiva.
Lo anterior parece indicar que las personas y el colectivo se descubren en lo más propio de su humanidad cuando ejercen el protagonismo, cuando realizan activamente su existencia y no solamente padecen lo construido por otros.

Cuando Santo Tomás de Aquino define la ley natural ¿no está manifestando acaso que el hombre es autor y protagonista de su historia al participar de la ley eterna de Dios? "Esta no se identifica tampoco, como para los estoicos, con el orden externo que se contempla en la naturaleza, sino que manifiesta también una dimensión personal: la providencia y el cuidado amoroso de Dios sobre toda la creación. El universo entero se encuentra gobernado por esa eterna y majestuosa sabiduría del Creador"[1]. El gobierno de Dios en el hombre se expresa de una manera admirable. Este participa de la ley eterna de Dios y con ello descubre cómo debe comportarse y orientar su existencia de tal manera que puede vivir su vocación más propia[2]. Santo Tomás ve la ley natural como una realidad en tres dimensiones: "Todo aquello a lo que el hombre tiene inclinación natural, lo percibe naturalmente la razón como bueno...Existe, pues, una primera inclinación humana al bien natural que le es común con todas las sustancias, en cuanto que cada sustancia apetece la conservación de su ser según su naturaleza, y según esta inclinación pertenece a la ley natural todo lo que sirve para la vida del hombre y que impide lo contrario. En segundo lugar, se da una inclinación humana a algunas cosas especiales de la naturaleza, que le son comunes con los demás animales, y de acuerdo con ella pertenece a la ley natural lo que la naturaleza enseña a todos los animales, como es la unión del varón y la hembra, la educación de los hijos y cosas parecidas. En tercer lugar, se da una inclinación al bien de la naturaleza racional, que es lo más característico suyo; así el hombre tiene una natural inclinación a conocer la verdad sobre Dios y a vivir en sociedad. De acuerdo con esto, pertenece a la ley natural todo lo que hace referencia a esta inclinación, como evitar la ignorancia, no ofender a aquellos con los que debe relacionarse y otras cosas de este tipo"[3]. Según el comentarista de Santo Tomás citado lo más propio de la naturaleza humana, a la luz del aquinate, sería el protagonismo: "la naturaleza se hace quehacer y tarea en sus propias manos, ya que la modela, orienta y desarrolla bajo los imperativos supremos de su razón"[4].

Lo dicho parece confirmar el dato de la experiencia expresada con el ejemplo dado al comienzo y puede ayudarnos a plantear un tema más de fondo: la formulación del discurso moral en una sociedad pluralista, la teorización de la práctica del protagonismo en un tipo de sociedad que lo permita y posibilite[5]. Esta idea puede ser clave a la hora de intentar relacionar la ética con el fenómeno social en general y con la teoría y práctica política en particular. Apuntamos, al menos al iniciar nuestra reflexión, a buscar una respuesta para dicha relación. Ésta parece estar insinuada en la experiencia narrada anteriormente: la ética y la política constituyen prácticas y disciplinas que toman sentido cuando están al servicio de la creciente realización plena del ser humana en una historia que construyen ellos mismos como protagonistas.

[1]VV.AA. Praxis Cristiana Fundamentación, (294).
[2]Ibid.
[3]S. Th.,I-II, 94,2 citado en Op. Cit. (296).
[4]VV. AA. Op. Cit. Ibid.
[5]El concepto protagonismo lo uso en sentido amplio con las notas que tiene el concepto de actor pero con la carga de aquél que en grado importante no sólo padece sino también toma decisiones últimas.